Islas en el Océano del Silencio
Soledad compartida. Entre las paredes de su apartamento, un rincón de ciudad que había aprendido a llamar hogar, él se deslizaba por los días con una nostalgia que se adhería a su piel como el polvo en los estantes olvidados. La soledad le pesaba más en las horas del atardecer, cuando la luz dorada atravesaba las cortinas y se posaba sobre la mesa vacía, insinuando la ausencia de una compañía que alguna vez creyó innecesaria. Su vida se había convertido en una coreografía solitaria, donde cada paso era calculado, cada movimiento predecible, pero en el fondo, una parte de su ser anhelaba romper ese ciclo, destrozar la barrera invisible que lo separaba del bullicio del mundo. Cada intento de conectar con otro ser humano se sentía como un susurro en el viento, una promesa quebrada antes de nacer. El café, que se enfriaba en la taza, parecía compartir su destino, olvidado y amargo, mientras él buscaba en el reflejo de la ventana alguna señal de vida más all