Islas en el Océano del Silencio

Soledad compartida.

Entre las paredes de su apartamento, un rincón de ciudad que había aprendido a llamar hogar, él se deslizaba por los días con una nostalgia que se adhería a su piel como el polvo en los estantes olvidados. La soledad le pesaba más en las horas del atardecer, cuando la luz dorada atravesaba las cortinas y se posaba sobre la mesa vacía, insinuando la ausencia de una compañía que alguna vez creyó innecesaria. Su vida se había convertido en una coreografía solitaria, donde cada paso era calculado, cada movimiento predecible, pero en el fondo, una parte de su ser anhelaba romper ese ciclo, destrozar la barrera invisible que lo separaba del bullicio del mundo. Cada intento de conectar con otro ser humano se sentía como un susurro en el viento, una promesa quebrada antes de nacer.

El café, que se enfriaba en la taza, parecía compartir su destino, olvidado y amargo, mientras él buscaba en el reflejo de la ventana alguna señal de vida más allá de su propio rostro cansado. A menudo se preguntaba si los otros sentían lo mismo, si también luchaban contra esa sensación de estar atrapados en una burbuja transparente, a la vista de todos, pero siempre fuera de alcance. En el ruido de la ciudad, donde las voces se mezclaban y se perdían, su propio silencio se volvía ensordecedor. Había aprendido a sonreír ante los vecinos, a saludar al panadero con cortesía, pero en las noches, cuando la oscuridad envolvía la habitación, el eco de esas pequeñas interacciones se desvanecía, dejándolo frente a un abismo de incomunicación que no sabía cómo cruzar.

Sin embargo, en algún rincón de su mente, había una chispa, una esperanza persistente que se negaba a morir, una creencia en la posibilidad de que la soledad no era un destino irrevocable. Tal vez, pensaba, la solución estaba en aprender a escucharse a sí mismo antes de intentar escuchar a los demás, en encontrar dentro de su propio ser la llave que abriría la puerta hacia una conexión genuina. Y así, con el tiempo, comenzó a escribir cartas que nunca enviaba, palabras que nacían del silencio y se convertían en puentes imaginarios hacia corazones desconocidos. A través de esos escritos, descubrió que tal vez el verdadero problema no era la soledad, sino el miedo a dejarla atrás, a permitirse ser vulnerable ante otro ser humano, a admitir que, al final del día, todos somos apenas islas en un vasto océano, buscando desesperadamente un puerto en el cual atracar.


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