La indiferencia
En aquel pueblo perdido entre montañas, donde los vientos susurran historias que nadie más puede oír, residía una mujer cuyo nombre se desvaneció con el tiempo, pero cuya presencia marcó a todos los que alguna vez la conocieron. Ella caminaba por las calles empedradas con una gracia que no se aprendía, se heredaba, y sus ojos, oscuros y profundos como la noche sin estrellas, parecían contener secretos que no se atrevían a ser revelados. Las gentes del lugar, al verla pasar, solían preguntarse qué pensamientos cruzaban por su mente, pues su rostro era un lienzo en blanco, una máscara que no dejaba traslucir emoción alguna. Sin embargo, en lo más recóndito de su ser, ella guardaba la certeza de una verdad que no necesitaba ser dicha: la soledad había hecho su nido en su corazón, y el vacío de las miradas ajenas la confirmaba día tras día.
Fue una mañana, cuando el rocío aún besaba las flores y el cielo empezaba a teñirse de un azul pálido, que lo sintió con una claridad que la abrumó. No hubo palabras, ni gestos, ni actos de frialdad manifiesta; fue algo más sutil, una vibración en el aire, una ausencia en el abrazo cotidiano del sol. La indiferencia, más que una falta de amor, era un silencio ensordecedor que calaba hasta los huesos, que pesaba más que el hierro y más que la noche sin luna. Ella lo sintió primero en los gestos pequeños, en la falta de una sonrisa al encontrarse, en la mirada esquiva que rehuía encontrarse con la suya. Ese día, la luz del amanecer no le trajo esperanza alguna, sino una confirmación dolorosa de que aquello que alguna vez había sido, ya no era, y no volvería a ser.
Sin embargo, la vida en el pueblo seguía su curso. Los niños corrían por las calles, los ancianos contaban historias en la plaza, y las flores seguían abriéndose al calor del día. Ella, consciente de su dolor, continuaba con su rutina, pero el mundo le parecía un lugar diferente, un escenario donde cada objeto y cada persona representaban roles en una obra cuya trama había dejado de interesarle. La indiferencia, esa sombra insidiosa, había hecho que cada momento de silencio y cada gesto ausente fueran tan palpables como una herida abierta. Ella comprendió, con una certeza que le robaba el aliento, que cuando el amor se desvanece, no se necesita de palabras para saberlo; se siente en el alma, en lo más profundo del ser, porque el vacío de la indiferencia jamás pasa desapercibido, y su presencia es un eco constante que resuena en cada rincón de la memoria.
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