El Milagro de Cada Día
La Sabiduría del Tiempo. A lo largo de su vida, había recorrido las calles empedradas de su pueblo con la misma cadencia con la que la lluvia acaricia la tierra seca, sin prisa y con el ritmo sabio de quien ha visto al sol hundirse en el horizonte una y otra vez, sin perder la esperanza de verlo nacer de nuevo al alba. Sus manos, curtidas por los años, sostenían con firmeza el bastón que lo acompañaba en sus caminatas matutinas, y aunque su cuerpo había menguado en fuerzas, su espíritu permanecía inquebrantable. La edad, esa compañera constante, le había enseñado que cada amanecer era un regalo envuelto en los colores dorados de un nuevo día, un presente que se abría con la ilusión intacta de quien, aun habiendo vivido muchas vidas en una sola, no temía al mañana. Había aprendido a esperar, no con la impaciencia de la juventud, sino con la serenidad de quien sabe que la vida es un río que nunca se detiene, y que, aunque las aguas sean más lentas, siempre