El Milagro de Cada Día
A lo largo de su vida, había recorrido las calles empedradas de su pueblo con la misma cadencia con la que la lluvia acaricia la tierra seca, sin prisa y con el ritmo sabio de quien ha visto al sol hundirse en el horizonte una y otra vez, sin perder la esperanza de verlo nacer de nuevo al alba. Sus manos, curtidas por los años, sostenían con firmeza el bastón que lo acompañaba en sus caminatas matutinas, y aunque su cuerpo había menguado en fuerzas, su espíritu permanecía inquebrantable. La edad, esa compañera constante, le había enseñado que cada amanecer era un regalo envuelto en los colores dorados de un nuevo día, un presente que se abría con la ilusión intacta de quien, aun habiendo vivido muchas vidas en una sola, no temía al mañana. Había aprendido a esperar, no con la impaciencia de la juventud, sino con la serenidad de quien sabe que la vida es un río que nunca se detiene, y que, aunque las aguas sean más lentas, siempre traen consigo nuevas corrientes.
En las tardes, cuando el sol comenzaba a descender, él se sentaba en el viejo banco de la plaza, ese que había visto desfilar generaciones enteras ante sus ojos. Desde allí, observaba el ir y venir de la gente, cada uno con su propio ritmo, algunos apresurados por el peso de sus obligaciones, otros más calmados, como si cada paso fuese una meditación sobre el tiempo que les quedaba. La vida seguía su curso a su alrededor, indiferente a los surcos en su rostro, pero él la miraba con una mezcla de ternura y complicidad. Sabía que el tiempo podía ser un maestro cruel, arrancando pétalos a la flor de la juventud, pero también era un sabio que le había enseñado a encontrar belleza en lo efímero, a sonreír ante la certeza de que, aunque las estaciones cambien, siempre habrá un nuevo ciclo por comenzar. No había tristeza en su mirada, solo una comprensión profunda y silenciosa de que la existencia es un constante devenir, donde cada final es solo el preludio de un nuevo comienzo.
Y así, cuando la noche finalmente envolvía al pueblo en su manto de estrellas, él regresaba a su hogar con el corazón ligero, sabiendo que, aunque los días se sucedían uno tras otro, ninguno era igual al anterior. La rutina, lejos de ser un peso, se había convertido en su refugio, un rincón donde podía saborear la vida con la calma de quien ya no tiene prisa, pero que, al mismo tiempo, no ha dejado de soñar. Cada mañana lo encontraba preparado, con la mente abierta a las pequeñas maravillas que el día le traería, desde el canto de un ave hasta el aroma del café recién hecho. Y así, en la quietud de la penumbra, cuando el silencio era su único compañero, él se acostaba con la certeza de que, al amanecer, la vida le ofrecería un nuevo día, un nuevo milagro que esperaba ser descubierto, y que, a pesar de los años, aún había mucho por vivir.
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