El Umbral de las Palabras
Él se sentó en el borde de la cama, con la mirada fija en la ventana abierta por donde entraba un viento cálido que apenas movía las cortinas. Su mente, como un río desbordado, se llenaba de recuerdos que se arremolinaban en su interior con la fuerza de un huracán. Recordaba aquellos días de juventud cuando, con manos temblorosas pero firmes, acariciaba el cabello de su padre, ese cabello que el tiempo había comenzado a teñir con hilos de plata. En esos momentos, veía a su padre como un hombre indestructible, un roble en medio del bosque de su vida. Nunca había pensado que él también sucumbiría a los caprichos del tiempo, a la inevitable caída de las hojas de su propio árbol. Pero ahora, a punto de cumplir los mismos años que su padre cuando la muerte lo abrazó, el peso de esa realidad caía sobre él como una sombra densa que lo obligaba a confrontar su propia mortalidad.
El paso de los años había sido implacable, pero también lleno de matices, como el lienzo de un pintor que juega con la luz y la sombra. Cada arruga en su rostro, cada cana que aparecía en su cabello, eran señales del tiempo, recordatorios constantes de que la vida no es más que un suspiro en la eternidad. A veces, cuando el sol se escondía tras las montañas y la casa se sumía en un silencio casi sepulcral, sentía que el reloj avanzaba con más prisa, como si el tiempo se burlara de él, acercándolo con pasos furtivos a esa edad que había temido desde que era un adolescente. Sin embargo, no era miedo lo que lo invadía en esos momentos, sino una especie de melancolía, una comprensión profunda de la fragilidad de la vida, un deseo casi desesperado de aferrarse a cada instante, a cada palabra no dicha, a cada línea no escrita.
Con 59 años ya cumplidos, se encontraba ante el umbral de aquella edad que siempre había considerado como un límite, una frontera incierta entre la vida que conocía y la oscuridad de lo desconocido. Pero en lugar de dejarse arrastrar por la ansiedad que susurraba en el fondo de su mente, optó por sumergirse en las palabras, en esa danza solitaria con el lenguaje que le había acompañado a lo largo de los años. Se sentó frente al escritorio, con el papel en blanco ante él, y dejó que la pluma rasgara el silencio, como un viajero que traza un mapa hacia lo incierto. No buscaba distraerse, ni ahuyentar el miedo que lo rondaba como una sombra alargada; más bien, intentaba dar forma a sus pensamientos, a esas reflexiones que, como olas incesantes, iban y venían en su conciencia. Cada palabra que escribía era un ancla lanzada al mar del tiempo, un intento de asir el presente, de hacer tangible lo efímero. Y mientras la tinta dibujaba su rastro, comprendió que la escritura no era solo un refugio, sino un acto de resistencia, una manera de afirmar que, aunque el tiempo siga su curso imparable, todavía quedaba algo que él podía controlar: la capacidad de crear, de transformar lo que sentía en algo duradero, en líneas que desafiarían el olvido. Y así, mientras la noche avanzaba, él continuó escribiendo, no como una forma de distracción, sino como un diálogo íntimo con la vida, aceptando que lo único seguro era seguir creando hasta el último aliento.
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