El Espejismo de la Grandeza
En un rincón olvidado de la vasta llanura, donde el viento parecía tejer historias con el polvo y los matorrales, vivía un hombre de mirada esquiva y pasos firmes. Se decía que tenía un corazón repleto de sueños grandiosos, aspiraciones que podían hacer temblar los cimientos del universo si tan solo lograra ponerlas en marcha. Sin embargo, aquellos que lo conocían, o más bien, que creían conocerlo, veían en él una contradicción viva, un ser que hablaba con elocuencia de las injusticias del mundo, de las guerras que asolaban tierras lejanas y de los males que afligían a naciones enteras, pero cuya propia casa se desmoronaba en un silencio polvoriento. Entre las paredes agrietadas de su humilde morada, donde la luz del sol se colaba a través de ventanas rotas, el caos reinaba en forma de montañas de papeles, platos sucios acumulados como testigos mudos de una indiferencia autoinfligida, y plantas marchitas que alguna vez fueron verdes, ahora convertidas en sombras de lo que solían ser.
Mientras él discurría sobre el destino de la humanidad, ignoraba el lento deterioro que lo rodeaba, como si las pequeñas tragedias cotidianas no tuvieran cabida en su mente inquieta. Su existencia, en cierta manera, era una paradoja irónica; pues mientras su voz resonaba con autoridad en discusiones sobre cómo salvar al mundo, sus propios pasos tambaleaban en los escombros de su vida no vivida. Su jardín, otrora un pequeño paraíso de colores y aromas, se había convertido en un terreno baldío, víctima de su desdén por lo cercano y lo palpable. Aquella indiferencia hacia lo diminuto, lo que muchos considerarían insignificante, era la misma que le impedía avanzar hacia sus propias metas, atrapado en una maraña de grandes ideas que nunca se materializaban. Era como si su mente, siempre volando en las alturas del idealismo, hubiera perdido la capacidad de descender a la tierra firme, a ese suelo que necesitaba de sus manos para cultivarse y prosperar.
Sin embargo, en el fondo de su ser, sabía, aunque no lo admitiera, que los grandes sueños no podían sostenerse sobre cimientos tan frágiles. Cada mañana, al despertar y ver su reflejo en el espejo empañado, una voz susurraba en lo más profundo de su conciencia, recordándole que la grandeza no se construye en las nubes, sino en el polvo y la arcilla de lo cotidiano. Pero él, obstinado, seguía ignorando esas pequeñas señales, convencido de que algún día sus grandes proyectos verían la luz, aunque en su interior el eco de sus propias palabras comenzaba a volverse insoportable. Y así, la vida continuaba su curso, implacable, mientras él seguía aferrado a sus quimeras, incapaz de darse cuenta de que los grandes cambios que tanto anhelaba para el mundo comenzaban con la humilde tarea de arreglar lo que estaba justo frente a sus ojos.
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