Al filo del alba

El ocaso de la verdad.

En la penumbra de un amanecer cargado de tensiones, cuando la aurora apenas comienza a teñir de púrpura las nubes que surcan el cielo, él observaba desde la ventana cómo el silencio de la ciudad, ese que se rompe solo con el trino aislado de un ave insomne, anunciaba algo más que un nuevo día. El mundo parecía haberse sumido en una marea confusa, donde las aguas turbias del poder se mezclaban con las del desprecio, y los peces más voraces nadaban con impunidad, dejando a su paso un rastro de mentiras y engaños. Aquella era una época en la que las palabras, antes nobles y portadoras de verdad, se habían transformado en flechas envenenadas, lanzadas con la precisión de un verdugo hacia todo aquel que osara disentir del discurso oficial. Cada frase, cada susurro, era un campo minado, donde una palabra mal dicha podía costar más que una vida entera de virtudes.

Él sabía que el juego había cambiado, que las reglas se escribían con tinta invisible, y que quienes las imponían lo hacían con la crueldad de quienes no temen ensuciarse las manos. Había visto a tantos caer, atrapados en la trampa de la desinformación, devorados por las fauces de un sistema que ya no ocultaba su verdadero rostro. El aplauso que antes celebraba la justicia y la verdad ahora resonaba en los pasillos de los despachos oficiales para conmemorar la caída de los justos, mientras la sangre metafórica de la ética, derramada en cada esquina, impregnaba el aire con un hedor insoportable. No había espacio para el arrepentimiento, porque la brújula moral se había. descompuesto, girando sin control hacia un norte que nadie podía reconocer. Y allí estaba él, en medio de la tormenta, buscando un refugio que parecía más distante con cada minuto que pasaba, mientras las sombras de la traición y el odio se alargaban, devorando lo poco que quedaba de esperanza.

La batalla no era solo externa, sino que se libraba también en lo más profundo de su ser, donde los valores que una vez lo habían guiado ahora se desmoronaban como castillos de arena bajo el embate del maremoto. Los vientos del cambio, que en otro tiempo habían prometido un futuro más justo, se habían transformado en huracanes de división y resentimiento, barriendo consigo toda posibilidad de diálogo o reconciliación. En este nuevo orden, donde los facinerosos reclamaban explicaciones y los verdugos exigían reverencias, él comprendió que el verdadero enemigo no estaba afuera, sino adentro, en la renuncia a los principios que una vez habían definido su existencia. Las ventanas pronto temblarían, las paredes cederían, y en ese momento crucial, sabría que la maldición ya había sido echada, y que el único refugio que le quedaba era el de una conciencia que, aunque herida, se negaba a morir.


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