Mandato y Twitter

En el despacho de la Casa de Nariño, el presidente agarraba su teléfono móvil con frenesí. En sus ojos brillaba una luz azulada, parpadeante, reflejo de la pantalla que absorbía su atención. Sus dedos tecleaban con furia, dando vida a un flujo constante de mensajes que se difundían por el mundo en un instante.

Su mirada era distante, ajena a la realidad que lo rodeaba, como si el mundo entero se redujera a una ventana en la palma de su mano. Las voces que lo rodeaban, las demandas que lo desafiaban, las urgencias que lo llamaban, todas parecían desvanecerse en la niebla de un olvido involuntario.

En su mente, sólo existía un mundo en el que él era el amo y señor, el que dictaba las normas y establecía los límites, el que guiaba el destino de millones con sus palabras escuetas y su verbo ligero. Era un mundo en el que la verdad se medía en caracteres y la ley se resumía en hashtags.
 
Pero ese mundo era un espejismo, una ilusión que lo envolvía en una maraña de mensajes vacíos y noticias falsas. En su mano, el teléfono era una arma que lo alejaba de la realidad, un veneno que lo desconectaba de la humanidad.
 
El presidente no se daba cuenta de que su poder no estaba en sus manos, sino en su corazón y su mente. Que la grandeza no se mide por la cantidad de likes o retuits, sino por el bienestar de los ciudadanos. Que la historia no se escribe en una pantalla, sino en el legado que se deja en el mundo.
 
Y así, el presidente seguía escribiendo y tecleando, ajeno a la verdad que se escondía detrás de las letras y las imágenes, sin darse cuenta de que su destino se desvanecía en la nube virtual de la que nunca podría escapar.

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